El seductor de ojos azules: otra lección sobre la libertad de los gatos comunitarios
El otro día, una amiga me presentó a un tipo encantador. No revelaré el lugar porque no quiero que se convierta en una atracción turística ni que nuestro protagonista termine agobiado por tanta atención. Ojos azules, bicolor, con su orejita marcada. Tal como estaba previsto, el señor desplegó sus encantos orales y gestuales para reclamar comida ante un público al que considera vulnerable a sus encantos. El mozo está fofisano, encantado de haberse conocido y de su vida. Me recordó a Batman, otro bicolor que vivía en la Alhambra de Granada. Un sinvergüenza. Aunque era evidente que le sobraba mucho peso, sus lamentos junto a un puestecillo donde vendían desayunos conseguían arrancar cantidades enormes de hidratos, lípidos, azúcares y lo que se tercie. Tengo entendido que falleció; no sé si por edad o por hipercolesterolemia.
Mi nuevo amigo glotón, el seductor del norte, sufrió una muy mala experiencia. Algunas personas, amantes de los animales y defensoras de los gatos, decidieron que Mr. X no debía vivir en la calle. Fue capturado y confinado en una casa, en lo que los humanos llamamos hogar: con paredes, techos, puertas y cristales. Una gran jaula. A nosotros nos ofrecen refugio y confort, y también a los gatos domésticos nacidos en casa o acogidos con muy pocas semanas. Para mi guapetón de ojos azules fue terrorífico.
A algunos gatos comunitarios, cuando los metes en una casa, el estrés los lleva a desplazarse en círculos con tal fuerza y velocidad que trepan por las paredes rompiendo cualquier norma de la física newtoniana. Ver correr despavoridos a los gatos en una estancia que interpretan como una amenaza de muerte es una experiencia inolvidable. Recemos para que los gatos que la han vivido no lo rememoren a menudo ni dormidos ni en sueños. No puede ser: no puedes encerrar a un gato comunitario en un espacio limitado porque enloquece.
Otra de las manifestaciones del dolor emocional que les produce el encierro es la parálisis. Muchos gatos comunitarios tímidos se “aporcelanan”; toman una rigidez y estatismo alucinantes. Suelen buscar un rincón bajo una cama o un sofá y se vuelven inalcanzables. Los más atrevidos bufan o gruñen si erróneamente tratas de acercarte. Algún arañazo felino chungo surge de las aproximaciones humanas bien intencionadas.
Muchas veces sobreestimamos nuestro atractivo. Otras veces abusamos de la proyección: ese mecanismo psicológico que hace que confundamos nuestros deseos con los deseos y las necesidades ajenas. Un gato comunitario debe ser respetado en su naturaleza, íntimamente ligada a la libertad y a su lugar de nacimiento. Tú estás ofreciendo una casa y, en realidad, estás dando una cárcel. Tú pretendes proveer cuidado y lo que haces es torturar como lo haría el dueño del infierno.
Celia Hammon, la promotora del TNR/CER en Reino Unido (no os perdáis el artículo que escribió Patricia Martínez sobre el tema), lamentó profundamente haber infligido tanto espanto y tanto dolor a los gatos de la calle que ella metía en su casa para evitarles la calle. Tardó un tiempo en darse cuenta de que la locura en la que caían los gatos atrapados no era algo individual; era un rasgo etológico inherente a su naturaleza y por tanto inevitable.
La solución del CER es y será la única aceptable en una gestión ética felina, bien sea a nivel particular o como respuesta administrativa. Existen muy pocos casos donde gatos de la calle vivan un hogar convencional como un refugio: ancianidad extrema combinada con condiciones climáticas adversas; enfermedad grave invalidante en proceso de recuperación con tratamiento veterinario de corta duración.
Cuando hablas honestamente con personas que se dedican a los gatos desde hace tiempo y con rigor surgen las confesiones de casos más o menos directos donde la lección del no confinamiento de los gatos comunitarios se graba a fuego. Un gato amable en una colonia —un gato zalamero, charlatán, pedigüeño o de una raza sofisticada— no tiene por qué ser un gato casero. Puede ser un gato comunitario seductor que se convierte en un diablo de Tasmania en una jaula de malla o pladur… o se muere de pena porque los gatos “aporcelanados” bajan defensas y las infecciones latentes o nuevas los matan.
Solo hay dos motivos para confinar gatos comunitarios: la ignorancia o el negocio. Se puede ignorar las necesidades etológicas de los gatos de colonia por falta de formación o por exceso de ego. Se puede encerrar —a ratos o para siempre— a los gatos de la calle para justificar gastos, satisfacer peticiones abusivas o como intercambio de cromos técnicos o políticos. Pero no está bien.
Lo que Núvol me enseñó de Blanca Muñoz de Blanca Muñoz, es un regalo que nos hicieron los autores para explicar el proceso por el cual un gato encantador tardó en comprender sus necesidades a pesar de contar con un gran equipo experto rebosante de amor. No os perdáis el proceso: habiendo sido un gato casero abandonado y habiendo enfermado de la boca, un traslado a un espacio distinto al suyo —incluso en semilibertad— le resultó… No os cuento más para que recuperéis el video y lo más importante: la lección que podemos obtener con tres palabras y una sentencia donde las discusiones son más estériles que los gatos después del CER.
Antes de empezar FdCats, una de nosotras tenía un ojito derecho llamado Frenchy: un gato estilizado que adoraba tostarse al sol. Muy amable. Había sido abandonado y consiguió adaptarse a una colonia en un área de valor arqueológico. Tenía garantizada comida, agua y algo que para él era importante: los mimos —en su cantidad justa— como legado de su anterior vida. Frenchy llegó a sus últimos días donde quería estar y con quien quería estar. Fue respetado y sigue teniendo un lugar muy especial en la memoria de quien lo conoció y cuidó.
A los gatos comunitarios no hay que domesticarlos ni dulcificar su carácter ni habituarlos a los humanos ni jugar a marcar diferencias entre “a mí me quiere” y “a ti no”. No somos domadoras de afectos felinos; somos proveedoras de cuidados mientras trabajamos hacia nuestro objetivo final: lograr que no haya gatos viviendo en las calles a costa de respetar las necesidades de los que ahora hay y su abordaje científico.
Me cuentan que mi nuevo amigo, Mr. X está feliz: hoy también ha sacado a relucir sus encantos; ha hecho clase de yoga felino, se ha lamido alrededor del ano, ha cantado su tonada favorita y se ha colado entre los huecos de su hogar —un área amplia llena de recovecos— con sol cuando no llueve y con seguridad y confort los días más desapacibles. A veces recuerda el miedo que pasó en una casa humana y acelera el paso huyendo de esos extraños dispensadores de comida que alguna vez pensaron que estaba bien encerrarlo
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